El legado de Armando Scannone finalmente revelado
El libro de Rosanna Di Turi descubre la historia de quien se dedicó a difundir las recetas de “su” cocina, para convertirla en las de todo un país
Esta semana llegó a las librerías El legado de Don Armando, un libro que entró directamente a la categoría de “joyas” de la literatura gastronómica venezolana. Escrito por mi querida amiga Rosanna Di Turi, periodista, editora y actual Gerente Editorial de la revista Todo en Domingo, esta obra se adentra de una manera íntima en la maravillosa vida de Armando Scannone y en la historia tras los recetarios Best Sellers de la cocina criolla. Es un libro “divino y suculento” que puede engullirse en una sola sentada y que, sin duda, es el regalo más preciado que podría recibir una amante de la cocina venezolana en esta navidad. Para que se hagan una idea, aquí les dejo unos fragmentos escogidos de esta magnífica recolección de historias y anécdotas de Don Armando Scannone que yo agrupe a mi entender en 4 temas:
La familia: Su padre había llegado joven a Venezuela. A los 18 años, volvió a su país natal para hacer el servicio militar, pero allí declinaron su intento. En su pueblo, Moliterno de Basilicata en la Provincia de Potenza, se casó con Antonieta, quien llegaría a Venezuela para ser la madre de nueve hijos, tres hembras y seis varones. Era principios del siglo XX. Vivían en una casa generosa de tres patios apostada de Palmitas a Piedras, en la Parroquia Santa Teresa, con aroma a malabar y a café colado en las mañanas. Cada día, con el rigor de las mejores causas, sus padres, sus ocho hermanos y él, se sentaban tres veces a la mesa, a las horas precisas, para compartir más de 15 platos distintos. Eso, sin contar la merienda y lo que se tomaba a media mañana. “Ese es uno de los enigmas que no he podido resolver. Cómo se podían hacer todos esos platos, todos los días, a las horas exactas”. Y ese milagro ocurría a principios de siglo, cuando las hornillas eran de carbón, no había nevera y el queso se guardaba, con una panela de hielo, en el “seibó” del comedor.
El trabajo: En la cocina blanca de su casa, impecable como un laboratorio de sabores, emprendían el ritual cotidiano que empezaba con una interrogante, “Tú te acuerdas, Magdalena, de aquel plato…?”, podía ser la frase que iniciara esta cruzada de sabores, levantada en los pilares de una memoria excepcional y nutrida. Su cocinera comenzaba la faena, que se iba escribiendo con la meticulosidad de las mejores causas. Elvira Fernández de Varela, su mano derecha en la casa, se encargaba de anotar los detalles. Y Scannone iba controlando con rigor de ingeniero las cantidades hasta entonces no anotadas. “Al principio no había medidas. Yo tenía idea de algunas. Y Magdalena no las necesitaba. Íbamos calculando cada cosa, por taza, viendo cómo se hacía. Yo estaba en la cocina viendo todo. Cuando algo hervía o se revolvía, medía el tiempo con un cronómetro”. Hubo platos que incluso ameritaron una pesquisa digna del mejor detective de sabores.
La familia: Su padre había llegado joven a Venezuela. A los 18 años, volvió a su país natal para hacer el servicio militar, pero allí declinaron su intento. En su pueblo, Moliterno de Basilicata en la Provincia de Potenza, se casó con Antonieta, quien llegaría a Venezuela para ser la madre de nueve hijos, tres hembras y seis varones. Era principios del siglo XX. Vivían en una casa generosa de tres patios apostada de Palmitas a Piedras, en la Parroquia Santa Teresa, con aroma a malabar y a café colado en las mañanas. Cada día, con el rigor de las mejores causas, sus padres, sus ocho hermanos y él, se sentaban tres veces a la mesa, a las horas precisas, para compartir más de 15 platos distintos. Eso, sin contar la merienda y lo que se tomaba a media mañana. “Ese es uno de los enigmas que no he podido resolver. Cómo se podían hacer todos esos platos, todos los días, a las horas exactas”. Y ese milagro ocurría a principios de siglo, cuando las hornillas eran de carbón, no había nevera y el queso se guardaba, con una panela de hielo, en el “seibó” del comedor.
Los productos: Por esa procedencia de los padres, se anticiparon en algo que aún no era costumbre en las mesas locales: lo verde en la mesa. Don Antonio era agricultor y tenía una hortaliza, siembre propia en aquella capital con El Guaire de agua limpia. “Probablemente fue una de las más grandes que tenía Caracas”. Gracias a su padre llegarían a estas costas ingredientes que entonces se desconocían. “Creo que mi papá trajo la alcachofa y la achicoria”.
El trabajo: En la cocina blanca de su casa, impecable como un laboratorio de sabores, emprendían el ritual cotidiano que empezaba con una interrogante, “Tú te acuerdas, Magdalena, de aquel plato…?”, podía ser la frase que iniciara esta cruzada de sabores, levantada en los pilares de una memoria excepcional y nutrida. Su cocinera comenzaba la faena, que se iba escribiendo con la meticulosidad de las mejores causas. Elvira Fernández de Varela, su mano derecha en la casa, se encargaba de anotar los detalles. Y Scannone iba controlando con rigor de ingeniero las cantidades hasta entonces no anotadas. “Al principio no había medidas. Yo tenía idea de algunas. Y Magdalena no las necesitaba. Íbamos calculando cada cosa, por taza, viendo cómo se hacía. Yo estaba en la cocina viendo todo. Cuando algo hervía o se revolvía, medía el tiempo con un cronómetro”. Hubo platos que incluso ameritaron una pesquisa digna del mejor detective de sabores.
El libro rojo: Como su propósito no era vender libros, sino conservar las recetas, siguió adelante sin que lo perturbara la ecuación. Quería una edición tapa dura, de buen papel, y se dio cuenta de que el costo era mayor al precio que lo podía vender. Le dieron tres fórmulas para hacerlo más económico: eliminar la tapa dura, apelar a un papel de menor calidad o hacer más. Él escogió la opción más improbable. “Resolví hacer 5.000 libros”. Le recordaron que mejor buscara un depósito para guardarlos. “Sabe que no lo va a vender, ¿verdad?”, le advirtieron. Él dejó la puerta abierta con una frase de posibilidad. “Ya veremos”. En noviembre de 1982, llegó el cargamento del libro rojo Mi cocina. A la manera de Caracas desde España. Le puso de precio 245 bolívares viejos (la mitad de lo que costaba hacerlo). Consiguió distribuidor: Santiago. Y sin explicarse mucho cómo ocurrió el prodigio, se convirtió en un best seller instantáneo.
El 8 de noviembre de 2011, cuando se estrenó el documental en su honor dirigido por Jonathan Reverón, ante un podio admirado, ese fue su saldo de orgullo. “Lo mejor de este libro es haber podido entrar en la casa de los venezolanos y ser parte de las familias”.
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