Son los días previos a una gran feria. El calendario marca mediados del 2008, y un puñado de cocineros peruanos se sienta a la mesa de una cebichería dispuesto a dar forma y sazón a una fiesta culinaria como nunca antes habíamos visto en Lima. Con la intención de transformar un cuartel militar en un vecindario gastronómico, convocaron a restaurantes, carretilleros y vendedores de productos para que hicieran gala de su oficio y mostraran su mejor oferta.
Aquellos no eran tiempos de ‘selfies’, sino de autógrafos. De cercanía y familiaridad. De cocineros compartiendo a ollas llenas lo mejor de nuestra cocina, que por solo tres días se hizo más accesible y por tanto popular.
Siete años más tarde, la nostalgia dibuja sonrisas en quienes recuerdan esos primeros momentos de una feria que –como todo en la vida– evolucionó. Mistura –así le llamaron para representar lo que somos los peruanos– creció y se hizo grande, más diversa y también compleja, tanto que para muchos resulta difícil asociar la experiencia de hoy con aquella chispa que encendió fuertes sentimientos de orgullo e identidad.
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